El momento pasó.
Fue en el paseo
del puerto, mientras la luna os bañaba y las olas rompían al ritmo de tu
corazón.
Sabias que sus
labios eran el sustento de tu alma, pero aun así no los sellaste con un beso, haciéndolos
tuyos para siempre.
Lo dejaste pasar,
quizás por esa terquedad de no querer admitir que la necesitabas, después de
cien noches repitiéndotelo.
Quizás por el
miedo a resquebrajarte nuevamente, después de haber conseguido juntar tus
pedazos en precario equilibrio.
Que necio fuiste.
Mil veces te maldigo.
No la acaricies y rías
desenfadadamente, abrázala y no la dejes marchar. No le digas que estas bien,
dile que sin ella solo eres una mitad.
Eres suyo, créeme.
Los años no lo han cambiado. Todavía recuerdas su sonrisa, la de verdad, que te
quita el frio, el miedo y hasta las dudas. Aun sabes el número de escalones
hasta su piso, el perfume de sus mañanas y como saborea el chocolate,
acurrucada bajo la manta.
Ahora esas son tus
cadenas, la soledad tu condena, y tú mismo tu verdugo.
Esto merece un marco y una pared donde colgarlo.
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